miércoles, 29 de julio de 2009

Luces.

Podía ver desde aquel lugar, entonces, como salía por aquella puerta. Te estuve esperando. A pesar de que, comprendía completamente en lo que me estaba metiendo... A pesar de que sabía que no habría forma de arreglar las cosas (¿Arreglar? ¿Arreglar qué?) estaba parada en aquel lugar de todas formas, observándolo. Él se movía, silencioso, entre la presencia de los demás. Siempre, siempre tan irónico. Podía casi sentir el roce de tus palabras cerca, muy cerca a mí, pero yo ya no existía en aquel lugar. Me incorporo rápidamente, entre mentiras y engaños, pero para él cada vez yo existía un poco menos. Pocas palabras salían de su boca; mi prescencia obviamente incomodaba. Y llegamos finalmente. Todos comenzaron a subir. Sentía, fuerte, rebotar el sonido en mis oidos, y cada vez me paralizaba más. Él entraba. Él se ponía cómodo. Él se iba, porque yo, yo me quedé parada. Me quedé parada frente a las puertas del tren, inmóvil, incapáz de seguir el camino. Lo encontraba inútil, porque yo sabía que él iba en otra dirección. No había caso. Seguir o quedar, no sabía cual elegir. Entonces rechinan los rieles; el tren se va. Y me quedé sentada, junto al viento, en una vieja banca de madera. Ya no podría mover ni un solo dedo, ni una pierna. Podía, simplemente, imaginar como su rostro miraría hacia el andén, en señal de talvez una nostalgia que no me incluye en el pensamiento. En una nostalgia eterna, suya, de lo profundo de su corazón. En él, solo existía esa emoción, y yo, en el andén, no la logré borrar.

El viento golpea fuerte. Puedo oir a lo lejos un tren que se acerca.

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